El sistema blockchain sustituye a los intermediarios por un entramado tecnológico en el que las personas tienen un papel subsidiario o nulo. Prescinde de la confianza en las personas y sus instituciones y la traslada a un opaco sistema tecnológico no exento de fraudes y engaños
Bitcoin fue concebido hace más de una década por un personaje anónimo llamado Satoshi Nakamoto. La capacidad de operar de forma anónima es un principio fundamental de la tecnología criptográfica. Todas las transacciones de criptomonedas se registran en sistemas de contabilidad descentralizados llamados cadenas de bloques que permiten a los usuarios operar sin nombre, sin registrar una cuenta bancaria ni depender de los intermediarios financieros tradicionales. Ahora el Parlamento y el Consejo Europeo han acordado limitar el anonimato.
En el libro blanco del bitcoin, Satoshi Nakomoto argumentaba que la criptomoneda se basa en un «un sistema que no depende de la confianza«. Es decir, que para garantizar una transacción monetaria ya no hace falta que un banco, un notario, una administración o una legislación nos ampare. La tecnología blockchain se vale por sí misma.
La confianza está en el centro de la vida social. La especie humana se distingue por su capacidad de cooperar, y la cooperación requiere confianza. ¿Por qué eliminarla?
Los defensores de las criptomonedas defienden que así se crea un mercado más igualitario, sin injerencias políticas ni empresariales, en el que desaparecen los abusos, las manipulaciones y los intermediarios que se aprovechan de la confianza de la gente.
Las cadenas de bloques combinan técnicas de computación, protocolos criptográficos y mecanismos distribuidos de consenso que permiten eliminar a los intermediarios convencionales y desbordar fronteras, culturas y legislaciones. No es necesario conocer a otras personas para estar seguro de que se ejecutará una transacción. No hace falta confiar en ningún ser humano ya que nadie puede engañar al sistema, al menos en teoría. La propia tecnología es la garantía.
Pero, de hecho, la tecnología blockchain no elimina la confianza. Más bien se la apropia. Prescinde de las personas e instituciones que intervienen en la intermediación convencional y, en su lugar, pide a la gente que confíe en un sistema tecnológico descentralizado y anónimo. La confianza se traslada de un entramado de personas e instituciones a un nuevo entramado tecnológico en el que las personas tienen un papel subsidiario o nulo.
Fraudes y engaños criptográficos
Sin embargo, tras más de diez años de crecimiento, las criptomonedas no han podido librarse de los fraudes y engaños propios del mundo convencional.
En 2016 un usuario anónimo robó 50 millones de dólares en Ethereum, una criptomoneda alternativa al bitcoin. El usuario halló una vulnerabilidad en el código de programación y se quedó con el dinero de miles de inversores. Fue un golpe devastador para los usuarios del protocolo Ethereum que hizo caer el precio de Ether mientras el pánico y la ira se extendían en los foros.
Ha habido más casos. Los abusos no son esporádicos. Los fraudes más comunes detectados en Ethereum y analizados por dos investigadores españoles son suplantación de criptomonedas, secuestro de capitales de usuarios, escaladas artificiales de precios y métodos para escapar con todos los fondos invertidos mediante abusos de los protocolos de intercambio. Fruto de ese análisis, concluyen que, de media, los usuarios que invierten en Ethereum suelen perder en torno a un 20% de su inversión.
Tampoco otras redes teóricamente más prudentes están exentas de problemas. Hace unas semanas, la red Terra Luna colapsó al registrar una caída de casi el 100% de su valor en 24 horas, lo que hizo que mucha gente perdiera gran parte de sus ahorros. Y eso que Terra Luna se enmarca dentro del grupo de las criptomonedas estables (stablecoins) que, por seguridad, asocian su valor al de monedas convencionales como el dólar o el euro.
Ruja Ignatova, conocida como “Cryptoqueen”, está en la lista de busca y captura del FBI tras haber estafado unos 4.000 millones de dólares en la red que fundó, OneCoin.
Sin intermediarios, sin red
Eliminar a los intermediarios convencionales comporta sus riesgos. Hasta ahora hemos dependido de ellos para garantizar la seguridad y la asistencia necesarias en las transacciones económicas. La competencia y la innovación tecnológica pueden mejorar la eficiencia y reducir el coste de los intermediarios, pero eliminarlos supone saltar a un vacío mucho más profundo del que prometen los defensores del mundo blockchain.
Las criptomonedas dicen eliminar los procesos de confianza convencionales. Pero la confianza en las personas, las sociedades y las instituciones es la base que permite la vida social y económica. Recuerda el profesor norteamericano Scott Galloway que, en países con bajos niveles de confianza, la inversión se inclina de manera desproporcionada hacia proyectos con horizontes temporales cortos. Una menor confianza también se correlaciona con un PIB per cápita más bajo.
Deterioro de la convivencia
La deriva de la confianza hacia la tecnología tiene otro efecto todavía más preocupante: la renuncia progresiva a confiar en los demás.
Sin apenas darnos cuenta, nos vamos sumergiendo alegremente en un ambiente tecnológico que fomenta el consumo individual, las relaciones a distancia y la delegación de responsabilidades en los algoritmos. Lo humano se nos antoja vulnerable, impreciso, sesgado, manipulable, corrupto, engañoso… La tecnología de última generación promete rescatarnos de nuestro mundo imperfecto. Y ya no basta con proporcionar herramientas que mejoren las capacidades humanas. Hay que reemplazarlas. La toma de decisiones automatizadas es un ejemplo. La tecnología blockchain es otro.
Pero a medida que nuestras decisiones las van determinando procesos algorítmicos y la aspiración a una mejor vida social y política se limita a ver cumplidos nuestros deseos individuales, la confianza en los demás se nos antoja prescindible y, como consecuencia, perdemos empatía y capacidad de resolver los problemas colectivos.
Los efectos de ese abandono no son menores. A principios de la década del 2000, el sociólogo norteamericano Robert Putnam escribió bastante sobre cómo las comunidades con bajos niveles de confianza reducen su vida social y pierden su capacidad de participar en acciones colectivas que aborden los problemas comunes. La propia Hannah Arendt situó el aislamiento social como una de las condiciones previas a la aceptación de los totalitarismos.
Prescindir alegremente de la confianza en las personas y en lo que las personas hemos construido durante siglos y trasladarla a opacos sistemas tecnológicos no exentos de fraudes y engaños resulta muy arriesgado.
Por muy imperfectos que sean nuestros mecanismos de convivencia lo sensato parece intentar mejorarlos, no deteriorarlos aún más mediante confusos procesos basados en una confianza artificial.