Nessum Dorma. Liceu de Barcelona

Aprendiendo a desaprender

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La pandemia nos ha obligado a aparcar convicciones, creencias y comportamientos que creíamos consolidados

Ahora que hemos entrado en las fases de desconfinamiento nos vemos más cerca del futuro. El tiempo se había paralizado. Hoy parece ponerse en marcha otra vez.

¿Habremos aprendido algo durante este tiempo? Alguna lección habremos sacado pero la pandemia también nos ha obligado a aparcar convicciones, creencias y comportamientos que creíamos consolidados. En apenas unas semanas hemos aprendido a desaprender.

Hemos aprendido, consternados, que las personas, incluso las más queridas, pueden dañarnos. Y nosotros a ellas.

Hemos tenido que desaprender que las relaciones humanas se mantienen gracias a la cercanía y al contacto. Hoy sabemos que las personas están ahí no porque podamos tocarlas o sintamos próximo su aliento sino porque vemos su imagen en una pantalla llena de cuadrículas. Sabemos que son de carne y hueso pero su cuerpo se ha convertido en un reflejo.

Creíamos que la vida social era indisociable de la proximidad. Ahora sobrevive en la distancia.

Para mostrar afecto hemos tenido que desaprender nuestro apego a los besos y a los abrazos. El amor, de momento, es otra cosa.

Las sonrisas estaban en el rostro. Hoy las adivinamos detrás de las mascarillas.

Y hemos aprendido a reconocernos vulnerables.

Lecciones infantiles

Foto de Annie Spratt en Unsplash

Desde pequeños, a los niños les hemos enseñado que ir a la escuela es bueno. Quedarse en casa era de holgazanes. Ahora nos miran atónitos cuando les decimos que en la escuela se contagian los virus y no se puede ir.

Hacer nuevos amigos y jugar con ellos era sano. Ahora no se hacen amigos nuevos y el contacto con los de siempre se mantiene por videoconferencia.

Ha costado horas y discusiones convencerles para que dosifiquen su atracción por las pantallas. Ahora les animamos a conectarse mientras los maestros les abruman con tareas y clases virtuales.

Creíamos que no resistirían el confinamiento y lo han soportado mejor que muchos adultos.

Pero hemos tenido que aprender con amargura que, a pesar de su belleza y su ternura, los niños pueden ser peligrosos diseminadores del virus.

La honestidad de reconocer la incertidumbre

De la política desaprendemos cada día. Pensábamos que los estados nación eran algo del pasado y que el futuro debía encararse mediante la cooperación entre países y los organismos internacionales. Cuando la vida se pone fea, los estados nación toman el mando.

Creíamos que, al descentralizarse, la política se acercaba al ciudadano y se hacía más eficiente. Ahora la eficiencia se busca en la centralización y el mando único.

Los políticos, no todos, han desaprendido momentáneamente a aplicar la crispación como método de relación preferente. Con el desconfinamiento se apresuran a desaprender aquello que habían desaprendido.

Propugnamos un mundo sin fronteras. En Europa creíamos haber eliminado las interiores. De golpe, las cerramos todas.

Valorábamos a los políticos en función de la firmeza de sus convicciones. Ahora deberemos reconocerlos por la honestidad de sus incertidumbres.

Los sanitarios en primera línea. MojNews, Wikimedia Commons

Para protegernos del enemigo disponemos de ejércitos bien armados pero el enemigo más mortífero de las últimas décadas ha resultado ser tan pequeño que no puede combatirse con tanques ni aviones.

Creíamos que al frente iban los militares. Ahora hemos aprendido que su puesto está en la retaguardia, fumigando instalaciones y montando hospitales de campaña. Al frente van los sanitarios.

Adaptarse mejor que planificar

En economía hemos tenido que desaprender la relación entre valor y precio. Los trabajadores más valiosos, los indispensables para que el mundo no colapse, son los más precarios y los que menos cobran (sanitarios, repartidores, dependientes, agricultores, ganaderos…) 

Habíamos aprendido que la nueva economía estaba en las plataformas digitales de intermediación. Ahora lamentamos haber desdeñado la industria y no tener donde fabricar mascarillas.

Parecía que la globalización era inevitable. Ahora debemos evitarla.

Estamos desaprendiendo las ventajas de la planificación y aprendiendo a toda prisa las bondades de la adaptación a la incertidumbre.

Empezábamos a tener claro que la seguridad no debía anteponerse a la privacidad. Hoy dudamos.

La ciencia nos parecía infalible aunque subsidiaria. Hoy la reconocemos incierta y más necesaria que nunca. 

Confirmaciones amargas

El mundo de la cultura ha invertido mucho esfuerzo en convencernos de que sus creaciones deben ser compensadas con justicia. Hoy las redes se inundan de generosas ofertas gratuitas. Habrá que aprender que la gratuidad no puede ser permanente.

Ya sabíamos que el entretenimiento banal es más popular que los libros y que los realities con personajes sin mascarilla que practican la cercanía intensiva y promueven el valor de la disputa, son más ‘esenciales’ que el contenido de las novelas y ensayos que acumulan polvo en las librerías y las bibliotecas. Estos días lo hemos confirmado. 

Sabíamos que muchos tertulianos hablan por hablar. Hoy lo corroboramos.

Derechos no tan fundamentales

Hubo una época en que la humanidad veneraba a los ancianos pero el paso del tiempo les ha convertido en sujetos pasivos atrapados en la precariedad que se oculta bajo el manto de unas bonitas palabras: residencias de la tercera edad. 

Hemos aprendido a renunciar a derechos que creíamos fundamentales y hemos visto que lo son si las circunstancias lo permiten.

Un tapiz de múltiples colas

También la vida en las ciudades está repleta de aprendizajes y desaprendizajes de urgencia.

Cuando estábamos en la senda de ganar la batalla al coche privado la seguridad contra el virus nos aleja del transporte público, ahora sospechoso. 

https://www.youtube.com/watch?v=PeNH9ihOwxY
Colas ante el supermercado. Chulucanas. Perú

El confinamiento ha vaciado las calles y ha llenado los balcones. El desconfinamiento nos raciona las dosis diarias de calle y nos impone otro ritmo y nuevas condiciones. La prisa, supeditada a la seguridad. La densidad, menos espesa. Las calles se van convirtiendo en un entramado de colas múltiples, salpicado de niños en patinete, practicantes de footing y repartidores en bicicleta y grandes mochilas de colores.

Tal vez aprenderemos a convertir las colas en nuevos ámbitos de socialización, espacios sin tiempo donde se podrá hablar con el vecino.

Aprenderemos también a convivir en un nuevo paisaje más vacío de pequeñas tiendas, bares y restaurantes que habrán bajado la persiana para siempre.

Deberemos reaprender las distancias: 30 metros de cola dejará de ser demasiada gente.

Tendremos que desaprender que el éxito de una manifestación se cuenta por los cientos de miles de personas que se agolpan en la calle. En el próximo futuro, con cien personas enmascaradas y distantes, valdrá.

Hemos aprendido cosas que no deberíamos olvidar: que en los edificios hay terrazas y en los pisos, balcones, que en las ciudades viven animales salvajes, que el vecino puede necesitarnos, que el comercio electrónico lo reparten personas no electrónicas… 

Otras realidades confinadas

Deberíamos desaprender, en cambio, el olvido de realidades que también han sido confinadas. Sigue habiendo inmigrantes agolpados en las fronteras, desigualdades imperdonables, evasores de impuestos y un planeta en estado de coma.

Durante el confinamiento hemos sabido sacar lo mejor de nosotros pero no hemos impedido que afloren algunas oscuridades. La vida confinada ha impulsado el aplauso solidario pero ha desvelado el instinto delator hacia los infractores.

Hemos aprendido a vivir con miedo. Ahora toca desaprender y convivir de nuevo con las personas aunque no estén en una pantalla.

Y deberemos convivir con el virus hasta que una vacuna o la suerte acaben con él.

Mucho por aprender. Mucho por desaprender.

Joan Rosés

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