Foto Vita Maksymets en Unsplash

El apreciado arte de escribir 15 libros al día

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La sociedad está entusiasmada con la IA, probablemente porque cree estar más necesitada de inmediatez y de abundancia que de calidad

La cultura del hipermercado impregna todos los ámbitos, también el de la comunicación y la cultura

 

Si algo hace bien la IA es generar abundancia. Acorta los tiempos de producción, facilita la personalización de mensajes y textos, habilita a los poco hábiles a diseñar sus propias ilustraciones, permite liquidar con rapidez tareas complejas como informes financieros, trabajos académicos… Culmina el viejo slogan de más por menos.

Si algo no hace bien la IA es generar calidad. Las “alucinaciones” son la parte visible de sus carencias: se inventa cosas, equivoca los hechos, sesga los resultados, dibuja manos a las que les falta un dedo, anima personajes que caminan a traspiés…  Los fallos de la parte invisible los conocemos menos (arquitectura técnica, criterio de programación, datos de los que se alimentan…) porque entre la élite de la IA el ocultismo se considera una virtud.

La sociedad está sorprendida y a la vez entusiasmada con la IA, probablemente porque cree estar más necesitada de inmediatez y de abundancia que de calidad. Valoramos la vida como un gran hipermercado donde todo debe estar a nuestro alcance. Aunque no sea bueno. Con que lo parezca, nos vale. Y en esa labor, la IA generativa es imbatible: cuenta mentiras con gran educación, dibuja figuras imposibles con mucha verosimilitud, sesga los resultados con extrema elegancia. 

 

Noticias, libros, música, divulgación científica…, nada es ajeno a la IA

El hipermercado de la IA ha encontrado abundante clientela en el ámbito de la cultura y, ya no digamos, en el de la comunicación. 

Amazon se ha inundado de libros escritos por IA. Algunos “escritores” han llegado al paroxismo, como Steven Walryn (pseudónimo), que llegó a publicar 15 libros en un mismo día. Amazon los acabó retirando. Para frenar la avalancha, la plataforma decidió permitir que un mismo autor publicara “sólo” tres libros al día. Es decir, lo normal. ¿Quién no es capaz de escribir tres libros al día? 

Google Books, que aspira a ser la gran biblioteca universal, está indexando libros generados por IA y los presenta en su catálogo al mismo nivel que los auténticos. 

Spotify detectó que su plataforma se había llenado de música generada por IA y empezó a purgarla. TikTok no se anda con tantos remilgos y está probando un generador de música artificial para que los usuarios puedan adornar sus vídeos.

Algunos medios de comunicación tampoco se han resistido a la tentación. Sports Illustrated o CNET delegaron reiteradamente en la IA la redacción de artículos. El problema fue que disimularon la autoría real. Y en las redes sociales un tweet puede hacerse viral gracias a las respuestas artificiales que genera. Lo curioso del negocio es que muchos de sus lectores también son artificiales.

Hasta la divulgación científica sucumbe a lo automático. Uno de los mecanismos de los que se dotó la ciencia para prevenir el fraude y la falta de rigor es la revisión por pares de los trabajos científicos. Antes de publicarse en una revista científica o de ser admitida en una conferencia de prestigio, un artículo o una ponencia deben haber sido revisados por una o más personas con competencias similares a los redactores.

Pero hecha la IA, hecha la trampa. Un estudio del que da cuenta The New York Times revela que un número significativo de revisores de ponencias de una conferencia científica delegaron su trabajo en una IA o se “dejaron ayudar mucho por las máquinas”. 

 

Testaferros de la automatización

Colectivos de autores, artistas y científicos han puesto el grito en el cielo y reclaman que las plataformas actúen contra tanta mixtificación. En el mundo digital todo está bajo sospecha y nuevos trabajos y herramientas de verificación se van abriendo paso. Identificar las huellas indelebles de la automatización se está convirtiendo en una especialidad, pero su futuro está por ver.

Por lo menos dos obstáculos dificultan que esa labor fructifique. Uno es el refinamiento de la propia inteligencia artificial, cada vez más invisible y menos detectable. El otro y más preocupante es que vayamos naturalizando lo artificial. Poco a poco nos vamos acostumbrando a los sucedáneos. Nuestra prioridad por la abundancia y la inmediatez se antepone al deseo de la calidad. Lo auténtico nos gusta, pero si acceder a ello requiere tiempo y esfuerzo, lo disponible tiene preferencia. 

Sobre la desinformación, el filósofo Michael Sandel cree que lo peligroso no es que cada vez sea más difícil distinguir lo que es real de lo que es falso, sino que esa distinción deje de importarnos.

Sobre la autoría y la creación puede pasar algo similar. Si una comedia nos divierte, ¿importará quién la haya escrito? Si un drama emociona, ¿dará igual que el autor sea algo y no, alguien? ¿Ocurrirá lo mismo con una pintura, una música, incluso un trabajo académico? ¿Apreciaremos que las novelas de Hemingway hayan sido escritas por Hemingway o nos valdrá con que imiten su estilo? 

Puede que el exceso de automatización nos agobie, pero si tanta desnaturalización nos importuna siempre podemos recurrir a los humanos para que hagan de testaferros de la lA y así aliviar nuestra conciencia. Que sea automático pero que no lo parezca. Como esa máquina que escribe 15 libros al día y se llama Steven.

Joan Rosés

 

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