El turco mecánico de la inteligencia artificial

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Mientras la IA automatiza la economía relacional y de servicios crece la trastienda atendida por humanos 

 

En 1770, el inventor Wolfgang von Kempelen maravilló al mundo con su “turco mecánico”, un autómata capaz de ganar al ajedrez a cualquier jugador. Parecía la primera máquina que disponía de una inteligencia superior pero el embeleso se desvaneció al conocerse que debajo del “turco” se ocultaba un humano pequeñito y sabio.

Han pasado dos siglos y medio, la tecnología ha hecho un avance espectacular pero el “turco mecánico” ha vuelto a aparecer. 

Hace unos días The New York Times desvelaba que los coches autónomos Cruise, de la General Motors, requieren el apoyo remoto de 1,5 trabajadores por cada unidad circulando. Esto es, personas ocultas, no en el interior del maletero sino ubicadas en centros de control conectados, que vigilan la circulación de los automóviles para garantizar su seguridad. A pesar de disponer de más “conductores” de los que son necesarios para un coche convencional, el “turco mecánico” de la General Motors ha fracasado: la empresa acaba de paralizar su flota de 950 robotaxis tras atropellar y arrastrar a un peatón en California. 

 

La IA no se vale por sí misma

En medio del acelerado despliegue de la inteligencia artificial en todos los ámbitos, el caso de los coches autónomos Cruise puede parecer una anécdota, pero pone de manifiesto que la IA todavía no se vale por sí misma.

La revista Time reveló en enero que OpenAI contrataba a trabajadores en Kenia y les pagaba dos dólares la hora por hacer que ChatGPT fuese menos tóxico. OpenAI también contrató a unos 1.000 teletrabajadores en Europa del Este y Latinoamérica para etiquetar datos y entrenar sus sistemas, según Semafor.

Los casos que se van conociendo demuestran que la IA todavía necesita de muchos humanos en su trastienda. Para que alimenten los modelos, afinen sus resultados y procuren una cierta seguridad.

 

¿Quién da más?

La mayoría de los estudios que analizan el impacto de la inteligencia artificial en el futuro del trabajo se centran en poner cifras a la destrucción o creación de empleos. Ni explican la dimensión de la trastienda ni atienden a los factores más cualitativos del impacto.

Hace unos días la consultora Gartner vaticinaba que a corto plazo (tres años) el balance será neutro pero que en una década se habrán creado 500 millones de nuevos puestos. En septiembre, Mckinsey se mostraba más optimista: 700 millones de nuevos empleos netos en 2030. ¿Alguien da más? La credibilidad de muchos de estos pronósticos depende de la solvencia que uno otorgue a la firma que los elabora, no tanto a los métodos de cálculo ni a los criterios utilizados, generalmente opacos.

Se echa en falta, en cambio, un análisis cualitativo de la repercusión de la IA. No sólo interesa anticipar cuántos puestos se crearán o destruirán sino cómo serán. ¿Mejorarán gracias a la IA? ¿Se precarizarán todavía más? ¿Cuáles? ¿En qué grado? ¿Cómo serán esos nuevos empleos que creará la IA? ¿Se concentrarán en la trastienda que vigila y alimenta a las máquinas?

Foto: Night Photo en Visualhunt.com

Algunos indicios apuntan que la distribución del trabajo entre humanos y máquinas está cambiando, iniciando incluso un cierta regresión. Mientras la IA avanza ocupando espacios en la economía relacional y de servicio, el trabajo humano regresa a las trastiendas de la economía.

 

De la fábrica a los servicios

A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX la tecnificación de los procesos de producción concentró en fábricas a artesanos y trabajadores manuales.  Muchos de ellos fueron rápidamente desplazados por máquinas pero se crearon nuevas factorías y nuevos empleos. A mitad del siglo XX, la robotización permitió un paso más y acabó de sustituir a muchos de los operarios que quedaban a pie de fábrica. Más adelante se robotizaría la logística, el empaquetado o la manipulación de sustancias peligrosas.

En un siglo y medio se sucedieron profundas transformaciones que afectaron, por decirlo así, a la parte trasera de la economía, la que no se ve: las fábricas, los talleres, los almacenes… 

La zona visible, es decir la que implica interacciones sociales como la atención a las personas, el comercio, la educación, la sanidad y los servicios en general, se mantenía al margen de una tecnificación tan radical. Parecía que, en ese terreno, el gen humano sería insustituible o por lo menos predominante.

Pero también la primera línea de la economía está experimentando los efectos de la sustitución tecnológica. Los síntomas comenzaron hace algunos años con la implantación de cajeros automáticos a pie de calle, expendedores de billetes en el transporte público, gasolineras 24 horas sin personal… Con la llegada de Internet, los móviles, la computación en la nube y la inteligencia artificial, la tecnificación de la economía relacional se va expandiendo.

 

Asistentes personales, cajeros, camareros, guías, sanitarios…

Las consultas y reclamaciones a las compañías de servicios ya los atienden chatbots más o menos bien entrenados. Supermercados y grandes comercios empiezan a eliminar al personal de caja, algunos restaurantes están probando robots camareros. Disney ha presentado un robot para atención y guía en sus parques de atracciones. No sólo se mueve con soltura sino que también expresa emociones. 

Los mecanismos automatizados en la zona frontal de la economía comenzaron con tareas simples o atenciones básicas, pero ya existe una amplia gama de robots más sofisticados (ARI) dispuestos para asistir a personas con dificultades de movimiento y acompañar a ancianos y a personas que viven solas. La Generalitat ha anunciado que piensa comprar unos 1.000. También chatbots como Tessa se han utilizado en EEUU para ayudar a personas que padecen trastornos alimentarios.

En la sanidad, las propuestas aumentan. La Federación Internacional de Robótica predice que en los próximos años el número de robots sanitarios se duplicará. 

Foto: UN Geneva en Visualhunt.com

Grace, de la empresa Hanson Robotics con sede en Hong Kong, es un robot sanitario diseñado para parecerse a una enfermera humana. En su interior dispone de una cámara térmica, un detector de pulso y capacidades de inteligencia artificial que le permiten comunicarse en tres idiomas. El papel de Grace va más allá de ser una compañera de los pacientes. Puede tomar la temperatura, diagnosticar síntomas, administrar tratamientos y proporcionar informes médicos. 

Sin embargo, la automatización creciente de la economía de los servicios oculta una trastienda industrial con humanos que proveen datos, etiquetan, verifican y controlan la seguridad de lo artificial. ¿Se trata de una situación temporal propia de una tecnología todavía inmadura o de un defecto estructural de la propia IA? 

Más allá de lanzar al vuelo cifras y porcentajes, muchos de ellos de dudosa objetividad y rigor, se echan en falta estudios que anticipen cómo serán esos nuevos empleos, y nos desmientan, si pueden, que no se concentrarán en las trastiendas de la IA.

Joan Rosés

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