El comportamiento del magnate no debe entenderse como la excentricidad de un multimillonario caprichoso sino como una señal de la impunidad con la que pretende operar la élite tecnológica.
La impetuosa llegada al poder político de Elon Musk, incluso antes de ejercerlo como líder del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental del gobierno Trump, certifica la culminación del cambio de era político/tecnológica que viene preparándose desde los inicios del siglo XXI.
Las señales dejan pocas dudas.
Los magnates pueden tomar directamente el control de la administración. El poder económico siempre ha influido en el poder político, pero ahora se funde con él sin intermediarios, sin disimulos.
La tecnología de vanguardia que determina la evolución social y económica del mundo ha quedado en manos de una oligarquía cada vez más reducida y poderosa que acelera la evolución a su conveniencia.
Los monopolios, los oligopolios o las grandes corporaciones se han vuelto globales, o por lo menos, globalmente occidentales, y su capacidad de influencia no tiene parangón en la historia de la humanidad.
Los valores sobre los que se ha basado la construcción de las sociedades democráticas tras la segunda guerra mundial son vistos por esa élite como una barrera que impide el desarrollo sin límite del capital tecnológico y empiezan a desmantelarse.
El consenso que garantiza la vigencia de los derechos y valores democráticos tiende a romperse gracias a los movimientos alentados o tolerados por los magnates tecnológicos.
Las infraestructuras sobre las que se construye la sociedad del siglo XXI están en manos de grandes corporaciones privadas, desde los cables que conectan las redes de Internet, los satélites que garantizan las comunicaciones o las plataformas sobre las que se difunde la información.
La capacidad regulatoria de lo público sucumbe al empuje de lo privado. Las administraciones tienen enormes dificultades para poner parches al desarrollo tecnológico sin control y los que se llegan a poner tienden a debilitarse o a desaparecer bajo el nuevo ordenamiento que auguran los magnates que acceden el poder, deseosos de imponer de una vez un mundo digital en el que todo vale.
Los medios de comunicación, que ya sufrieron una primera erosión tras la irrupción de las plataformas digitales, temen una segunda oleada de desgaste que les conduzca a la desaparición o a la irrelevancia definitiva. De ahí la respuesta de algunos propietarios de medios como The Washington Post o Los Angeles Times durante la campaña electoral norteamericana.

La mentira como combustible
Nada de eso sería posible sin el combustible que proporciona la normalización de la mentira, la manipulación y la desinformación. Trump no para de decir barbaridades y alentar rebeliones pero vuelve a ganar las elecciones en EEUU, Musk se mete de lleno en la campaña electoral alemana en apoyo de la extrema derecha, Meta desmonta su equipo de verificadores con el peregrino argumento de que así reinstaurará la libertad de expresión en sus plataformas….
Bajo esos criterios también los mensajes de odio tienden a normalizarse. Pocas barreras impedirán, por ejemplo, vejar a las mujeres, menospreciar a las minorías étnicas, atacar a las personas homosexuales o insultar a los oponentes.
Los verificadores o los analistas de la desinformación lo van a tener más difícil. A pesar de que la desinformación se expande, el número de verificadores en el mundo empieza a disminuir, según datos de Duke Reporters’ Lab. Algunos analistas de la desinformación incluso han tenido que soportar amenazas, como la especialista norteamericana Renée DiResta que sufrió una campaña de acoso y difamación orquestada por un exfuncionario del gobierno de los EEUU, según denuncia en su libro Invisible Rulers.
Y por si fuera poco, está en crisis la propia percepción social de la verdad. La noticia como reflejo contrastado de la verdad pierde relevancia en favor de lo que llamamos “contenidos” que, como señala José Maria Ridao, “derivan su valor, no de que sean verdaderos, sino de que puedan ser intercambiados”.
“Seguramente, expresiones como “fake news” o “posverdad” para describir el cenagal en el que se han convertido las redes responda a la irresoluble paradoja de que, puesto que el principio de verdad solo rige para las noticias, no para los contenidos, la consecuencia es que, por falsa que sea una noticia, no por ello deja de ser un contenido apto para ser compartido. (José María Ridao).
Tecnología y antidemocracia, una amistad peligrosa
El estilo Trump irrumpe en el liderazgo tecnológico con Elon Musk desencadenado. Pero el comportamiento del dueño de X, Tesla y SpaceX no debe entenderse como la excentricidad de un multimillonario caprichoso sino como un síntoma de la impunidad con la que pretende operar la élite tecnológica y que lleva preparando muchos años. Musk será más estridente que otros pero sus objetivos de dominio social y político son compartidos por muchos consejos de administración de Silicon Valley.
En esta deriva, los valores democráticos salen claramente perjudicados, pero también acaba emponzoñado el prestigio y la credibilidad de la propia tecnología y del conjunto de las empresas y profesionales que lo impulsan.
Con la llegada de la IA, la tecnología cuántica, la biología sintética… se avecinan cambios radicales que requieren de la confianza de la sociedad. Difícilmente serán percibidos como un bien general si además de las propias dudas que generan encima están liderados por corporaciones sin escrúpulos que abogan sin miramientos por el desmantelamiento del control político.
Los integrantes de la comunidad tecnológica (empresas, profesionales y académicos) deben sentirse interpelados por esta deriva. Esto no es cosa de un loco. Es un método de desmantelamiento democrático en toda regla que contamina al ecosistema tecnológico en su totalidad y que acabará afectando al trabajo, al legado y al respeto que la sociedad sienta por los integrantes de esa comunidad.
La élite tecnológica dominante pretende que la mayoría de la sociedad se mantenga indiferente al odio o la mentira y adicta a la banalidad del “contenido” como forma de evadir la dureza de una realidad que ya no puede controlar. (Como diría Neil Postman, Divertirse hasta Morir). Pero ¿cuánto tiempo puede aguantar una sociedad así? Habría que recordar la frase atribuida a Abraham Lincoln: «puedes engañar a todo el mundo algún tiempo, puedes engañar a algunos todo el tiempo, pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo».
En el interior de Meta parece que ya se han producido algunos movimientos contra el desmantelamiento de la verificación en sus plataformas. En las próximas semanas veremos si el enfado se expande o cunde la resignación.
La sociedad, en general, pero los integrantes de la comunidad tecnológica, en particular, deben decidir si se resignan a esa deriva. En los tiempos que se avecinan, resignación puede confundirse con complicidad.
Joan Rosés
1 comments
Creo que hay que capitular y admitir que la humanidad no es compatible con redes sociales a gran escala.
Qué pretende la UE exactamente? Sí, las redes sociales son un abasto de desinformación, pero no tiene solución. La moderación no es una función computable, y la moderación manual no funciona a gran escala. Y qué collons es un «analista de desinformacion» en cualquier caso? Quién decide qué es un hecho y con qué criterio? Y por qué debe decidir un gobierno lo que es un hecho o lo que es permisibible de expresar? Los propios medios de comunicación de EEUU, que tanto les gusta victimizarse en frente del avance tecnológico, no son más que propaganda del gobierno — corporaciones que, a todos efectos prácticos, son pseudo-agencias gubernamentales cuyo rol es manufacturar consentimiento entre la población. Esto no es ninguna teoría conspiratoria; basta con leer Chomsky para un resumen de la historia de EEUU en las últimas decadas en este sentido. Por eso estoy de acuerdo con algunas voces Americanas en que no es competencia de un gobierno moderar la expresión.
Sin embargo, es obvio que esas mismas voces suelen tener un conflicto de interés, porque son las voces que sacan provecho de la laxa legislación.
Y por eso pienso que la UE debe cambiar de rumbo completamente. Para empezar, hay que cuestionar si una red social global es deseable. China, que tanto nos gusta demonizar, directamente ha prohibido Facebook; quizás deberíamos hacer lo mismo? Luego, es obvio que el modelo de negocio basado en publicidad (el jodido adtech) es incompatible con la democracia, no sólo porque alienta la desinformación, sino también porque se asienta sobre una red de vigilancia global que sigue a las personas tanto dentro como fuera de la red (el jodido surveillance capitalism), y esa vigilancia por si sóla es incompatible. 99% de nuestros problemas en la red se solucionarían si no hubiese el incentivo comercial que existe actualmente. Así que en vez de intentar solucionar el problema no-solucionable que es la moderación a gran escala, la UE debería dedicarse a destruir de raíz todo este cáncer de publicidad, que es el verdadero problema.