Concebimos la ciencia de los datos como un bien superior al que todos debemos contribuir. Los datos aportan rigor, pero un mundo centrado en la eficiencia y la utilidad implica renunciar a importantes conquistas del pensamiento y el comportamiento humanos.
La fe en los datos se expande por todo el mundo y en todos los ámbitos. Nadie concibe la técnica y la ciencia de los próximos años sin un exhaustivo trabajo de recopilación, almacenamiento y análisis de datos. También el ejercicio de la política e incluso el periodismo fían su futuro a una mejor interpretación de los datos.
Para la ciencia, la economía, el desarrollo social o la gobernanza, los datos aportan, sin duda, una base más sólida que la simple especulación o la intuición personal. El mundo actual necesita certezas y cree haberlas encontrado en ellos. Sin embargo, vivimos esa creencia con incertidumbre y no pocas confusiones. Abrazamos con entusiasmo la fe en los datos pero también con el temor que nos produce ir descubriendo su cara oculta.
Voracidad
Han pasado ya algunos años desde que se acuñó una frase que hizo fortuna: los datos son el petróleo del siglo XXI. Es decir, los datos entendidos como la energía que alimenta la nueva economía. Una metáfora no del todo precisa pero que, como afirman unos recientes tuits de Joanna Bryson y Virginia Dignum, apunta a todas las cosas que pueden ir mal con los datos: el impacto social y ambiental de recopilarlos, almacenarlos, usarlos y desecharlos. Los datos son el nuevo petróleo: ¡utilícelos con moderación!
No es precisamente moderación lo que ha caracterizado hasta ahora a la economía de los datos. Un calificativo más apropiado podría ser, sin duda, voracidad. Voracidad ante el descubrimiento, voracidad ante un territorio sin ley, voracidad ante la perplejidad de los poderes públicos, voracidad ante el desconocimiento y complicidad de los usuarios, voracidad ante la posibilidad de un negocio sin límites.
Grandes imperios privados globales han alcanzado riqueza y poder gracias a su habilidad de hacerse con el control de los datos que los usuarios les ceden. Ya sea por la habilidad de sus gestores o por desconocimiento o desidia de los poderes públicos, los datos han alimentado monopolios de un tamaño insoportable para la gobernanza equilibrada del mundo que, sin subterfugios, basan su crecimiento en la extracción de la información sensible y privada de las personas.
“A lo largo de más de 40 años en el mundo tech he sido testigo de cómo la industria ha mutado de una cultura de empoderar a los clientes a una de explotar las debilidades humanas”, ha reconocido estos días Roger Mcnamee, ex asesor de Mark Zuckerberg en Facebook.
Esa desvergüenza e impunidad con la que actúan los poderes basados en datos ha encendido las alarmas. La filósofa de Oxford Carissa Véliz denuncia que “los “buitres de datos” son increíblemente inteligentes en el uso de los dos aspectos del poder: nos hacen renunciar a nuestros datos, de forma más o menos voluntaria, y también nos los arrebatan, incluso cuando intentamos resistirnos.”
Pero nos resistimos poco. En nuestro consciente no ha calado el peligro. Por el contrario, han arraigado dos ideas. La primera, que el riesgo que corremos por dejarnos invadir es menor a la recompensa que recibimos (gratuidad de servicios, conectividad permanente, contactos universales, almacenamiento en la nube…). La segunda, que la ciencia de los datos es un bien superior al que debemos contribuir entre todos, una ciencia que nos salvará de la decadencia, nos conducirá al futuro y nos permitirá seguir creciendo como si nada. De hecho, la tecnología que debe proyectarnos hacia ese mundo mejor, la inteligencia artificial, no es otra cosa que el nombre ingenioso que articula toda una serie de técnicas de procesamiento de datos. Nuestra obligación es no resistirnos y tener fe.
La creencia en los datos se ha impuesto como una nueva religión global. El filósofo coreano Byung-Chul Han la llama “dataísmo” y la considera “una forma pornográfica de conocimiento que anula el pensamiento. No existe un pensamiento basado en los datos. Lo único que se basa en los datos es el cálculo.”
La buenaventura de un mundo previsible
La fe en los datos proviene de una determinada concepción del mundo según la cual todo debe ser previsible. Alfonso Ballesteros Soriano, profesor de filosofía del derecho en la Universidad Miguel Hernández, recuerda las tesis de Alex Pentland, ingeniero del MIT, pionero del internet de las cosas: “Para los individuos lo atractivo es un mundo en el que todo está preparado para su conveniencia. Tu revisión médica está mágicamente programada cuando empiezas a estar enfermo, el bus aparece justo al llegar a la parada de autobús”, dice Pentland.
En un mundo gobernado por macrodatos los grandes males pueden ser previstos y, por tanto, evitados. Esa es la buenaventura.
Lo que no se tiene en cuenta son las renuncias que conlleva aplicar hasta el extremo la apuesta por la utilidad y la eficiencia. Alfonso Ballesteros las resume así:
– ”Renunciamos a vivir como seres humanos. Solo una sociedad de máquinas puede fundarse en la utilidad y la eficacia. Una sociedad automatizada es una pesadilla del rendimiento total. La libertad vivida con los demás, así como lo fortuito y lo imprevisto, son, precisamente, característicos de la vida humana.
– Renunciamos a la democracia. Parafraseando a Chesterton, es mejor que determinadas cosas las hagamos nosotros, aunque sea mal, a que otros las hagan por nosotros (incluso bien). La democracia requiere discurso y participación del hombre común al que afectan las decisiones, porque es razonable que lo que a todos afecta sea decidido por todos.
– Renunciamos a la ética. La ética no admite someterse al simple cálculo, la acción buena no guarda relación —más que de forma excepcional— con las consecuencias. Tampoco la ética política puede reducirse a estrategia o conveniencia.
– Renunciamos a la belleza. Que la utilidad común pueda ser calculada es, en cierto modo, indiferente. No es un valor absoluto. La belleza, por ejemplo, es mucho más importante y es la antítesis de la utilidad, como saben los poetas. “El rincón más útil de una casa son las letrinas” decía Théophile Gautier. En cambio, las acciones bellas y los monumentos bellos nos alegran la vida.
– Renunciamos a la verdad. La verdad no es accesible con datos, los datos no pueden decir toda la verdad. Lo que más vale la pena saber no puede contarse ni medirse con números.
– Renunciamos a pensar. El cálculo sustituye al pensar: “¿Podemos renunciar a lo que merece pensarse, a favor del delirio del pensar exclusivamente calculador y sus gigantescos logros?” (Martin Heidegger).”
¿Significa eso que debemos renunciar a los datos? Por supuesto que no, pero debemos utilizarlos desde la convicción de que son un bien individual y colectivo a proteger (privacidad), que debemos ponerlos al servicio del bien común y no de la avaricia particular (datos abiertos), reconocer que son imperfectos (sesgos), tratarlos como un complemento, no como una sustitución (el juicio humano debe prevalecer ante el cálculo de los algoritmos) y en ningún caso debemos permitir que socaven el pensamiento, la intuición y el debate en pos del cálculo y la eficiencia.
2 comments
> “Para los individuos lo atractivo es un mundo en el que todo está preparado para su conveniencia. Tu revisión médica está mágicamente programada cuando empiezas a estar enfermo, el bus aparece justo al llegar a la parada de autobús”
Això és molt Americà, que t’ho facin tot perqué puguis gaudir de la teva llibertat treballant 60h setmanals. En part, tots aquests problemes tecnològics són també una forma d’imperialisme on els ‘valors’ (si es que poden dir valors) de la societat Americana contaminen encara més la resta del món.
+1 Dinamarca fent Google fora de les escoles.
En efecto, “nos resistimos poco”. Pero “no es inevitable” que siga siendo así. Podemos (1) Tomar conciencia del valor de la resistencia; (2) Aprender a resistir. Intento armar para este otoño un proyecto en esta línea. Por si a alguien le interesa conversar sobre ello.