Foto Adrian Mag en Unsplash

Las máquinas no existen

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Resurge el debate sobre las supuestas capacidades casi humanas de la tecnología. Con el tiempo hemos asumido que lo tecnológico y lo humano están en pie de igualdad

 

Claude 3 es un nuevo modelo de lenguaje de IA que pretende competir con ChatGPT y Gemini, los grandes. Al presentarlo, la empresa Anthropic aseguró que ofrece prestaciones superiores al resto de sus competidores, tantas que “muestra niveles casi humanos de comprensión y fluidez en tareas complejas”. Un test realizado por sus ingenieros daba a entender que Claude 3 sabía distinguir cuando un usuario trataba de engañarlo, “prueba de que podía tener conciencia”. 

La frase y el test no pasaron desapercibidos. Docenas de artículos los destacaron y de nuevo pusieron en marcha el debate recurrente sobre lo cerca que están las máquinas de alcanzar la inteligencia humana. 

También aquí tenemos debates parecidos. A raíz de un artículo que el profesor de Esade Xavier Ferràs publicó en la Vanguardia sobre las bondades de sistemas como GPT4 con frases tipo “es impresionante cómo el sistema “entiende” el texto y capta las ideas críticas”, el profesor Ramón Lopez de Mántaras, uno de nuestros mayores especialistas en IA, respondía en Linkedin:

“Los modelos de lenguaje grandes no entienden nada en absoluto. La llamada “semántica distributiva” de los LLM es una forma de semántica extremadamente limitada y superficial que ni siquiera merece ser llamada “semántica”. (…) Los LLM no tienen un modelo del mundo. La IA generativa es el camino equivocado para lograr inteligencia en los sistemas de IA. El término “inteligencia” en la frase “inteligencia artificial” es muy desafortunado y una fuente de confusión cuando se habla de IA y “sus” logros. Los logros son de PERSONAS (es decir, seres humanos) que son lo suficientemente inteligentes como para utilizar eficientemente esta poderosa HERRAMIENTA que llamamos IA. Las IA no tienen objetivos, ni creencias, ni deseos, ni comprensión. ¡Dejemos de antropomorfizar la IA!”

La inteligencia artificial usa un compendio de términos que inducen a la confusión. Denominaciones como “redes neuronales”, “visión por computador” o la propia “inteligencia artificial” sitúan el desarrollo tecnológico en un plano que trasciende el que les es propio, equiparable al de los seres humanos.

Algunas iniciativas tratan de frenar esa tendencia. Hace un par de años, el Centro de Privacidad y Tecnología de la Universidad de Georgetown, en Washington DC, decidió dejar de usar los términos “inteligencia artificial” y “aprendizaje automático“ y propuso denominaciones alternativas que no han prosperado.

 

La confusión viene de lejos

Las alternativas no cuajan porque la confusión viene de lejos. La equiparación entre lo humano y lo tecnológico lleva años instalada en nuestro imaginario colectivo. 

Con el tiempo hemos dado por sentado que entre lo humano y la máquina hay una relación. Creemos conveniente repartirnos funciones: mientras las personas aportamos creatividad, intuición y empatía, las máquinas lo hacen con capacidad de procesamiento, velocidad y precisión. Cuando hablamos de productividad lo hacemos en términos de colaboración entre humanos y máquinas. Cuando encaramos el futuro abogamos por un equilibrio entre ambos. Incluso defendemos que humanos y máquinas pueden aprender mutuamente.

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“La máquina no comprende lo que piensa, pero tampoco los humanos comprendemos todo lo que ocurre en nuestro cerebro” (J.A. Marina)

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En los últimos años, esta equiparación se ha extendido a ámbitos como la creatividad, el pensamiento, tal vez la conciencia, que parecían reservados a lo humano. Contribuyen a ello los mensajes que difunde la comunidad tecnológica pero también buena parte de la comunidad intelectual adopta esta terminología.

En su último podcast el filósofo José Antonio Marina se pregunta si la inteligencia artificial piensa. Su respuesta es que sí. “​​La inteligencia artificial puede almacenar y combinar grandes cantidades de información y razonar con ellas o sobre ellas. Por ejemplo, ChatGPT lo hace extraordinariamente bien. Produce pensamientos que no podemos distinguir de los que produce una inteligencia humana”.

La máquina no comprende lo que piensa, pero tampoco los humanos comprendemos todo lo que ocurre en nuestro cerebro, dice. La diferencia está en que “al ser nosotros conscientes de las ocurrencias de nuestro cerebro, podemos analizarlas, evaluarlas, contrastarlas, someterlas a crítica y aceptarlas o no”. La máquina no sabe hacer eso.

Con más o menos matices hemos ido asumiendo que lo tecnológico y lo humano están en pie de igualdad, como dos entes autónomos que periódicamente deben medir sus destrezas y evaluar su relación. 

Como resultado de esta equiparación a la tecnología le vamos otorgando agencia y entidad para que compita con nosotros. Vamos inventando entes mecánicos o virtuales con supuesta vida propia, como alienígenas que provienen de un universo distinto, tal vez superior. Hemos ido elaborando una serie de relatos que traspasan el ámbito de la ficción o la metáfora y se incrustan en nuestra percepción de la realidad. 

 

Buscando una línea de pensamiento alternativo

Asumida esa supuesta igualdad con la tecnología, las mentes prudentes abogan por decantar la balanza hacia lo humano (poner a la persona en el centro). Los disruptores tecnológicos, por su parte, apuestan por no tener reparos (muévete rápido y rompe cosas).

Los primeros defienden no perder el control de la relación, los otros hacen lo posible por acelerar el advenimiento de la AGI, la inteligencia artificial general, ese nuevo dios todopoderoso que está a punto de llegar, anunciado por profetas de moda como los desarrolladores de Claude 3, los de OpenAI y medio Silicon Valley.

Ganan de calle los segundos. Y es probable que el desarrollo de la IA siga avanzando en esa dirección.

Frenar el exceso de antropomorfización de la tecnología, el abuso de tanta terminología confusa y el temor al predominio irremediable de las máquinas no será fácil. El pensamiento humanista actual lo intenta pero no parece que vaya a ser suficiente, entre otras razones porque acepta la equiparación. Le pone matices, pone el énfasis en lo humano pero, en el fondo, asume los objetos técnicos como entes autónomos con los que debemos relacionarnos. Y en ese plano de igualdad, la prioridad del desarrollo tecnológico tiene las de ganar.

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“Somos nosotros mismos quienes nos sustituimos a nosotros mismos”

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Evitar la supeditación a lo tecnológico y situar la técnica en el nivel de complementariedad que le corresponde requiere desarrollar una línea de pensamiento que ponga las cosas en su sitio. Sin la ayuda de conceptos claros e ideas firmes seguiremos navegando en la ambigüedad, sin saber muy bien a qué atenernos, siempre a remolque de lo que decidan los más audaces.

Necesitamos fuerza intelectual para asumir plenamente que:

-Las máquinas no tienen agencia, ni autonomía. Son herramientas construidas por nosotros para estar a nuestro servicio.

-Con las máquinas no colaboramos ni nos relacionamos, las usamos.

-La tecnología no surge, la construimos nosotros.

La responsabilidad es siempre humana. No se puede delegar en máquinas.

La tecnología no nos destruirá. En todo caso seremos nosotros mismos quienes lo hagamos.

Se me ocurre que una posibilidad sería mirar hacia atrás y recuperar planteamientos del idealismo filosófico (Platón, Kant, Hegel…) según los cuales los objetos no existen por sí mismos, son solo la representación de ideas que albergamos los humanos. 

En los últimos dos siglos esta línea de pensamiento ha caído en desuso, sustituida por el predominio tecno-científico. 

¿Qué ocurriría si empezáramos a plantear que, de hecho, las máquinas no existen en los términos que consideramos la existencia de los seres vivos. ¿Que son invenciones, incluso convenciones, nuestras, objetos y, por lo tanto, representaciones de nuestras ideas?

De entrada no tendría sentido compararnos con objetos que no existen, ni denominarlos con terminología que nos es propia. La IA podría ser otra cosa pero no inteligencia. Tampoco habría duda sobre quién es el responsable de los efectos que producen esos objetos. Probablemente situaríamos el temor a la substitución de lo humano en sus justos términos. No son las máquinas quienes pueden sustituirnos. Somos nosotros mismos quienes nos sustituimos a nosotros mismos.

Es tan solo una idea. Tal vez una ocurrencia. En cualquier caso necesitamos una línea de pensamiento firme que nos ayude a no olvidar que los inteligentes somos nosotros. Los estúpidos, también.

 

Joan Rosés

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