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Un futuro ultrahumano

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Es necesario defender el bien común y al mismo tiempo poner el egoísmo a trabajar en favor de la supervivencia colectiva

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“La elección no es ya entre la utopía y el placentero mundo ordenado que conocieron nuestros padres. La elección es entre la utopía y el infierno”.

William Beveridge

Proyectar el pensamiento al futuro tiene algo de mágico. Los augurios y los oráculos van ligados, desde siempre, al deseo de vivir acontecimientos disruptivos, giros de guión llenos de sorpresa y de promesa. La adivinación, como expresión de una sabiduría etimológicamente ligada a lo divino, en realidad habla de nuestros anhelos y deseos, de un mundo como quisiéramos que fuera. Y la predicción funciona también como herramienta para intentar esquivar la muerte o la desgracia, aun sabiendo que son tan ineludibles como nos contaron el mito de Edipo o el relato del visir en Samarkanda.

Decepcionados por nuestro propio presente, resulta más difícil que nunca proyectarnos hacia el tipo de futuro futurista que fue concebible hasta los años 60. A partir de entonces, la imagen del futuro se tornó apocalíptica o, simplemente, se denegó su propia posibilidad: no future

Hace ya décadas, pues, que aprendimos que el paso del tiempo no es garantía de progreso. Es más, ya sabemos que precisamente el progreso tal y como lo hemos concebido hasta ahora, aniquila el futuro.

¿Estamos condenados, entonces, por nuestro pasado y nuestro presente? ¿Se puede apostar por un futuro posible que no sea un mero ejercicio de ingenuidad?

Hay, sin duda, un factor imponderable en lo que traerán las nuevas generaciones, pero eso no nos puede hacer delegar y caer en la omisión del socorro que demanda el planeta cada vez con más fuerza, la fuerza con la que lo grita Greta Thunberg.

La hoja de ruta está claramente marcada y la llevan pinchada en la solapa los principales líderes mundiales. Pero lejos de quedarse en una mera insignia, los Objetivos de Desarrollo Sostenible han de ocupar el lugar de la nueva Carta Magna de la humanidad. Para que los acuerdos de las futuras COP no se queden una vez más en un brindis al sol hace falta intervención pública y defender el bien común, pero también desplegar la inventiva necesaria para que el mercado juegue a favor de esos diecisiete objetivos, de modo que incluso la propia codicia individual, el sálvese quien pueda, impulse las metas prioritarias.

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Tenemos que poner el egoísmo a trabajar también por la supervivencia, ideando maneras en las que lo que sea mejor para cada uno, sea mejor para todos. Ya está sucediendo, por ejemplo, que las energías renovables empiezan a resultar más rentables que los combustibles fósiles, y ese sí que es un camino de no retorno.

Aunque no se puede dejar el futuro en manos del liberalismo, sí podemos contar con la fuerza de ese componente de la condición humana, a la vez que trabajamos por extender una ética de los valores, de la ciudadanía y el bien común, en el sentido que apunta Michael Sandel.

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La aceleración humanista

La carga de vida humana que soporta la corteza terrestre —unos 300 millones de toneladas de carne y hueso— es solo superada, duplicando nuestro propio peso, por el tonelaje del ganado que criamos para devorarlo y de las mascotas que domesticamos para acompañarnos. Mientras tanto, el resto de la vida animal salvaje se reduce a menos de un marginal diez por ciento de la biomasa terrestre, una proporción que decrece cada año. Y dado que hasta las previsiones más moderadas hablan de un incremento neto de varios miles de millones de personas en las próximas décadas, muchos más humanos habitarán la Tierra; quizá no los 11.000 millones que vaticinan las proyecciones para 2100, pero habrá un incremento y una transformación indiscutibles y África —con Nigeria como tercer país más poblado del mundo— habrá ganado más peso en el equilibrio internacional, mientras que el Viejo Continente hará cada vez más honor a su nombre.

Hace ya décadas aprendimos que el paso del tiempo no es garantía de progreso

Es altamente improbable que la Gran Aceleración iniciada hacia la mitad del siglo XX vaya a frenar su ascenso vertiginoso, con el consiguiente impacto sobre un planeta ya sobreexplotado, que cada año adelanta el día de la deuda ecológica, la fecha en que empezamos a vivir a crédito porque ya se han consumido los recursos que produce el planeta para doce meses, y que ya va por el mes de julio y bajando. 

A cambio, tan centrados como estamos en nosotros mismos, confío en que el ingenio de tantos humanos trabajando en conjunto conseguirá dar solución a la provisión de recursos materiales básicos suficientes para todos. El precio será que la vida salvaje será historia antigua y los hábitats naturales, oasis de otra era. Pero quizás tengamos menos excusas y más medios para conseguir que la gran mayoría de humanos alcancen sus dos mil calorías diarias, estén sanos y tengan donde vivir, y podamos empezar a mirarnos a la cara con dignidad.

No cabe duda de que vivir en el Antropoceno, esta era en la que los seres humanos nos hemos convertido en los principales actores geológicos, nos hace responsables principales de unas tasas de calentamiento, desertización y extinción de especies que, esta vez, no se pueden atribuir a ningún otro factor terrestre ni extraterrestre. En este imperio creciente del homo sapiens seguiremos añadiendo páginas al Atlas de las Grandes Extinciones y ganando protagonismo exclusivo a costa de todo lo demás.

Si el triunfo de lo humano como especie supone acabar con todas las que no sometamos para nuestro beneficio, en forma de alimento, vestimenta o compañía, tenemos el deber moral de reequilibrar esa destrucción construyendo algo nuevo. En este gran carnaval humano en que se convertirá progresivamente la Tierra, la gran conquista puede provenir, precisamente, de atender a lo más esencial del sujeto. 

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Foto Ivars Krutainis en Unsplash

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Quizás, como compensación por todo lo que continuaremos arrasando, seamos capaces de impulsar una gran aceleración humanista, una revolución ultrahumana que, en la estela de las conquistas de derechos parciales del último siglo, contribuya a extenderlos, aspirando a universalizarlos, por un lado, y a intentar combatir algo del malestar que nos constituye. Ese malestar que provocamos y nos provoca el otro, el que proviene del aislamiento, de la exclusión, de la explotación y del abuso; y también el malestar que nos provocamos a nosotros mismos, porque desconocemos nuestros abismos internos, porque no acertamos a saber lo que nos es esencial, porque no sabemos ni queremos buscar los recursos que nos hagan sentir mejor, porque nos entregamos a la “pasión por la ignorancia” de la que habla el budismo y que señaló Lacan. Más allá de la cobertura de las necesidades materiales, alcanzable si nos ponemos a ello como civilización, para el sufrimiento humano aún habrá un enorme margen de mejora.

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El poder moral

Echando mano de ese diseño integral de la vida humana que fue la Grecia clásica —el lugar donde se inventó el futuro hace más de dos mil quinientos años—, se puede hablar de la posibilidad de crecer en la capacidad de proteger nuestro mundo afectivo, cultivando lo que desde los estoicos a Foucault se conoce como el cuidado del otro ligado al cuidado, al gobierno de sí (ἐπίμέλεία ἑαυτοῦ o epimeleia heautou). Puede que, como especie especializada en descuidar el entorno, acabemos averiguando que cuidarnos y cuidar a otros es una forma de compensar lo que ya hemos perdido.

Tenemos más conocimiento y habilidades que nunca para amortiguar el malestar y cubrir las carencias. Ese será el foco que nos oriente en nuestro curso como civilización empática, como señala Jeremy Rifkin. No una empatía caritativa de compasión y piedad, sino una posibilidad de establecer un vínculo transformador con lo ajeno, una experiencia compartida que nos convierta en otros. 

La tecnología de la comunicación impide que nos podamos declarar inocentes del sufrimiento del mundo por desconocimiento. No podemos borrar de nuestra retina la imagen del cuerpo del pequeño Aylan en la playa de Turquía. Hemos visto de lo que somos capaces, ahora nos queda reconciliarnos con la posibilidad de no ser brutales. Si la apertura al otro es el prerrequisito de la humanidad, como señalaba Hannah Arendt, la propuesta ultrahumana debe llevar como estandarte la atención al mundo interno, tanto propio como ajeno.

No solo nos deben importar las condiciones de vida, sino que la vida se dé en buenas condiciones, lo cual pasa por una auténtica revolución en lo que se entiende por salud mental y en la desestigmatización del sufrimiento psíquico que nos autorice a cuidarnos sin prejuicios.

Cuidarnos y cuidar a otros es una forma de compensar lo que ya hemos perdido

Si el futuro se puede escalar en las categorías de “preferible, plausible, posible y probable”, ordenando de menos a más sus opciones de convertirse en real, la idea de esta revolución ultrahumana quedaría ubicada entre las etiquetas de preferible y plausible, pero no por ello deja de funcionar como una guía moral de aquello a lo que nos es lícito aspirar.

Kant mandó escribir sobre su tumba que las dos cosas que le asombraron por encima de todo en esta vida fueron el cielo estrellado sobre su cabeza y la ley moral dentro de sí. No sabemos aún si el nuevo Metaverso que propone Zuckerberg le ganará la partida al viejo universo, pero tiene difícil resultar más fascinante que una manada de ballenas surcando el mar abierto. 

Así que, para el futuro, contaremos con el poder que tienen de maravillarnos el firmamento y lo que hayamos dejado vivo bajo él. Y contaremos, sobre todo, con el poder de ese fuego moral que nos habita y nos guía. Ojalá nos oriente hacia un destino más humano, pero no tanto como para que aniquile todo lo que no esté al servicio de lo humano.

Juan Carlos Pérez Jiménez

Juan Carlos Pérez Jiménez es máster en Filosofía, doctor en Ciencias de la Información, licenciado en Ciencias Políticas y Sociología y Master of Arts por Wesleyan University. Ha publicado el libro Ultrasaturados (Plaza y Valdés, 2020). 
El artículo original se publicó en Telos
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