Yo no soy tonto

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La simplicidad y la eficiencia se han convertido en valores superiores que debilitan la capacidad de producción del ser humano.

Decía Isaac Newton en los Principia Mathematica que a la Naturaleza le gusta la simplicidad. No es tonta, añadía.

La humanidad, como creación más sublime de la Naturaleza, tampoco se resiste a lo simple. En tanto que productores, los seres humanos perseguimos la eficiencia. Hacer más cosas con menos recursos. Componer herramientas de sílex para cortar la carne, domar y montar caballos para desplazarnos más deprisa, atarlos a carretas para que transporten mercancías o arados, agrupar artesanos en fábricas para que produzcan más, inventar máquinas/herramientas para que sustituyan nuestra lentitud y nuestra debilidad…

Cuando no produce, el ser humano tiende a la versión pasiva de la simplicidad: la comodidad. Consumir el mínimo esfuerzo para obtener la máxima recompensa.

Simplificando el razonamiento y siguiendo, por lo tanto, la regla de Newton, podríamos concluir que alternamos dos humanidades: la del Productor que busca la eficiencia en lo que hacemos, y la del Consumidor que busca la comodidad en lo que recibimos.

Dos esencias que se complementan pero que entran en contradicción cuando alguna de ellas se desequilibra o excede sus límites.

En un reciente artículo en el New York Times, Tim Wu, abogado y ensayista norteamericano estudioso de los medios y las industrias tecnológicas, habla de la tiranía de la comodidad.

Expone Wu que el anhelo de comodidad se acelera a finales del XIX cuando el espíritu de la fábrica en busca de la eficiencia se traslada al ámbito privado. Se enlata comida preparada (el cerdo con frijoles o los Quaker Oats, un desayuno de avena que proporciona energía y ahorra tiempo a las familias), se convierte el detergente en polvo, se popularizan las lavadoras, las aspiradoras, el microondas, el café instantáneo, …

Con el paso del siglo XX se consolida una verdadera industria de la comodidad que explota nuestro anhelo de simplicidad. Se generaliza la producción de objetos orientados a nuestro confort, se mejoran procesos y prestaciones que nos permitan superar obstáculos en nuestros hábitos cotidianos. Ahorrar esfuerzos, acortar el tiempo… Un buen negocio.

La comodidad, una necesidad personal y social

El siglo XX ha sido tiempo de aceleración. En el transporte, en las comunicaciones… pero también en la vida cotidiana y los comportamientos humanos.

Vivir en la aceleración obliga a buscar mayor eficiencia en todos los ámbitos. Se acortan los tiempos para producir pero tambièn para consumir. Y el consumo eficiente que busca la comodidad y la simplicidad se convierte en un valor en sí mismo, incluso por encima de otros valores.

El historiador Tony Judt advertía de la preponderancia de la eficacia sobre la moralidad. “Incluso los intelectuales –decía– ya no se preguntan si algo es correcto o incorrecto, sino si es eficaz”. No importa tanto si algo es bueno o malo, sino si es productivo.

Nos estamos convirtiendo en personas a quienes les importan solo los resultados, advierte Tim Wu. Evitamos el esfuerzo, el proceso, el descubrimiento. Para el Consumidor todo está descubierto, sólo es necesario usarlo.

En lo que llevamos de siglo XXI la industria de la comodidad se ha sofisticado. Si hasta ahora la comodidad prometía facilitarnos las acciones de la vida, ahora nos facilita ser quienes somos, cómo pensamos, cómo nos informamos, cómo decidimos, con quien nos relacionamos. El Homo Digitalis.

La eficiencia desborda los procesos físicos y se adentra en los más íntimo del ser humano.  La comodidad o la simplicidad se convierten en una necesidad social y personal.

En “La locura del solucionismo tecnológico (Katz Editores) Evgeny Morozov apunta que vivimos en la era del reduccionismo. Entre la sobreabundancia de información destaca lo nítido, lo blanco o lo negro. Los grises se difuminan. Los matices pierden visibilidad. Se imponen las frases cortas, el slogan se adueña de la vida pública. La aceleración se acelera.

Y sobrevienen accidentes como los que ha puesto de manifiesto el reciente hackeo de 50 millones de cuentas de Facebook. Expone Isie Lapowsky en Wired  que el error proviene de la facilidad con que muchas webs y apps facilitan el registro a través de contraseñas de Facebook. Si ya te has registrado en Facebook no hace falta que dediques ni un segundo a entrar tu email. Aunque ello acarree un trasvase de datos privados difícil de controlar. La tiranía de la usabilidad.

El robot deja de ser una herramienta para convertirse en un sustituto

En este contexto, los márgenes controlables por el hombre se desbordan. El ser humano Productor se debilita en beneficio de la máquina: más eficiente, más robusta, más ràpida y probablemente más inteligente. La màquina/herramienta que multiplica las capacidades del ser humano deja paso al robot sustituto.

En un futuro no muy lejano, quizás sólo las mentes que puedan alquilar su creatividad o sus emociones tendrán un espacio reconocible en ese universo de la eficiencia productiva en el que el ser humano es cada vez más vulnerable. A las limitaciones propias de nuestra condición, los humanos añadimos la complejidad de nuestro comportamiento: enfermamos, nos embarazamos, reclamamos mejores salarios, trabajamos un número de horas limitado, exigimos vacaciones…  En la industria y los servicios, reducir empleo supone mejorar la productividad. Incorporar robots sustitutos es sinónimo de eficiencia.

Para generar ingresos por valor de 10 millones de dólares Amazon necesita 17 empleados mientras empresas tradicionales como Sears o Macy’s necesitan 63. Eficiencia. En el ámbito de la electrónica de consumo, para un volumen determinado de facturación Apple emplea 6 personas mientras Samsung emplea 92 y Hewlett Packard, 112. Productividad.

El  Productor se desequilibra en favor del Consumidor. Perdemos sentido como agentes de la producción y lo ganamos como receptores que se benefician de lo que producen las máquinas. Ahí podría radicar nuestro futuro.

Se trataría de un cambio estimulante si, gracias a él, el ser humano consiguiera más tiempo para la observación o para la reflexión, si esa pérdida de sentido productivo nos permitiera desarrollar el pensamiento propio de ese estado de “vida superior” basado en el conocimiento que glorificaba Platón, si expandiera nuestras capacidades creativas en detrimento de las meramente productivas, si liberara tiempo para recomponer los lazos sociales y para diseñar sin prisas el futuro de la humanidad.

Las redes sociales, un factor de individualización

Pero no parece que esta sea la tendencia. La industria de la comodidad impone sus propias reglas. Lejos de facilitar la generación de comunidad, alimenta la individualidad, acelera los tiempos de consumo, multiplica ad infinitum las opciones disponibles, pervierte los conceptos. Paradójicamente, la capacidad de socialización de las redes sociales se convierte en un factor de individualización y aislamiento.

Catherine Needham, profesora de políticas públicas en la Universidad de Birmingham, advertía en 2003 (Citizen Consumers)  que el consumo individual que premian los modelos de comercio en Internet fomenta un ciudadano privatizado y resentido que nunca ve cumplidas sus expectativas y que no desarrolla la preocupación por el bien común.

Lo individual se convierte en el terreno de lo supuestamente social.

A los humanos, como al resto de la Naturaleza, nos gusta la simplicidad… No somos tontos. ¿Seguro?

Joan Rosés – Collateral Bits
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