Ni todo avance tecno-científico constituye un progreso social, ni éste debe quedar supeditado a los nuevos hitos de la técnica
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La pandemia de la Covid-19 ha traído a primer plano múltiples dimensiones de fragilidad de nuestras sociedades, poniendo bajo los focos evidencias que en demasiadas ocasiones habíamos quizá escogido ignorar. En la época que algunos quisieran bautizar como la de los big data, la inteligencia artificial, la medicina genómica o cualquier otra tecnología avanzada, la mayoría de los países no están encontrando alternativa mejor que la de recurrir a una estrategia tan tecnológicamente primitiva como el confinamiento masivo para contener la propagación de un virus.
Resulta así trágicamente evidente que ni la ciencia ni la tecnología han salvado al mundo de la pandemia. Pero no sólo eso. Porque aunque confiemos, y así lo hacemos, en que nuevos avances científicos y tecnológicos ayudarán a paliar los efectos de una potencial nueva pandemia, no serán suficientes para evitarla. Tecnología y sociedad se co-producen por medio de relaciones que, si bien globalmente positivas, no están exentas de conflictos ni de desequilibrios, algunos de los cuales la Covid-19 ha desvelado. Pienso pues que es ahora más necesario que nunca revisar con espíritu crítico la identificación biunívoca y simplista entre tecnología y progreso; no hay por qué admitir de entrada que todo avance tecnológico constituya un progreso, como tampoco que el progreso social esté por fuerza supeditado a nuevos avances tecnológicos. Siguen algunos apuntes, a buen seguro provisionales e incompletos.
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Los límites del conocimiento científico
Empecemos por la biología y la medicina. Se ha hecho patente la fragilidad biológica del organismo humano ante invasión de un virus que hace meses infectó a una persona en algún lugar de la China. Uno de los miles de virus de origen animal, que según ahora empezamos a saber, podrían tener potencialmente un efecto similar. En Febrero de 2018 la OMS había avisado de la necesidad de estar preparados para la aparición de una “Enfermedad X” que ahora identificamos con la Covid-19. Hoy, mientras el mundo batalla contra el SARS-CoV-2, nada indica que el riesgo de una similar “Enfermedad Y” y luego una “Enfermedad Z” se haya desvanecido.
Una segunda enseñanza de la pandemia tiene que ver con la provisionalidad y los límites del conocimiento científico. Durante los últimos meses se han volcado en la red decenas de miles de publicaciones sobre el coronavirus y la Covid-19. El hecho de que se considere necesario desarrollar sistemas de inteligencia artificial para clasificarlas y cribar su utilidad merecería quizá una consideración y un debate aparte. Con todo ello, sin embargo, parece que se está todavía en un estado preliminar de conocimiento del virus y de las patologías que provoca.
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La información genética sobre el SARS-CoV-2, que la China difundió en los primeros días de Enero, es clave para la fabricación de las pruebas PCR que identifican a las personas contagiadas. Pero el conocimiento de la genética del virus no es suficiente para evitar que el descubrimiento de medicamentos contra la Covid-19 siga siendo todavía en gran medida un proceso de prueba y error. Los avances de la genómica durante las últimas décadas son innegables; pero queda todavía mucho por aprender acerca de cómo la genética de un organismo, incluso de uno tan elemental como un virus, determina su constitución y su biología. Se ha descubierto, por ejemplo, que la variedad del coronavirus dominante ahora en Europa difiere en un solo aminoácido de la que se originó en China. Pero conocer los efectos de esa mutación y su influencia en los proyectos en marcha para el desarrollo de una vacuna no es inmediato; exigirá un esfuerzo de investigación que sólo está en sus inicios.
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Contradicciones que dificultan la credibilidad
Hay otras cuestiones adicionales que, si bien no directamente relacionadas con los procesos científicos, parecen una muestra relevante de los límites de la ciencia en cuanto a su influencia en la sociedad. Se han producido vacilaciones y contradicciones difíciles de comprender en la información científica sobre algo tan elemental como el uso de las mascarillas como elemento de protección. Tampoco beneficia la credibilidad social de la información científica el hecho de que seis meses después del inicio de la pandemia no haya todavía conclusiones claras sobre la posibilidad o no de transmisión área del coronavirus más allá de las distancias de seguridad entre personas. Como tampoco que algunas revistas científicas de prestigio publicaran artículos sobre los efectos terapéuticos de la hidroxicloroquina o que sugerían similitudes entre el coronavirus y el HIV que se hubieron de retirar una vez se comprobó que carecían del necesario rigor.
La inteligencia tecnológica no está todavía acompañada de una comparable inteligencia social
Añádase a todo ello la realidad de una infodemia, reconocida incluso por la OMS, consistente en una sobreabundancia de información sobre la pandemia que hace difícil a un ciudadano corriente distinguir la información veraz y relevante de la falsa y malintencionada. Lo cual hace patente una vez más que la indudable inteligencia tecnológica que ha hecho posible que la información digital sea global no está todavía acompañada de una comparable “inteligencia social” que ayude a eliminar, o incluso sólo a paliar, sus ahora evidentes daños colaterales.
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Vacilación de los políticos, vacilación de los expertos
La vacilante toma de decisiones por parte de muchos gobiernos durante las primeras semanas de la pandemia es un último aspecto relativo a la relación entre ciencia y sociedad. Por mucho que algunos gobernantes hayan insistido en manifestar lo contrario, decisiones como la declaración del estado de alarma o la imposición de restricciones a la movilidad de las personas son inherentemente políticas y no científicas. Poco se conoce todavía acerca de los detalles de las deliberaciones entre los gobernantes y sus asesores científicos, si bien es probable que sean más adelante objeto de investigación política e incluso penal. Con todo, algunos informes preliminares sobre la actuación del gobierno británico ilustran algunas de las limitaciones del asesoramiento científico en una situación de alarma social como la provocada por la Covid-19.
Citaré tres. En primer lugar, la dificultad de los modelos epidemiológicos para ofrecer predicciones fiables acerca de la expansión del virus y su impacto en el sistema de salud. Por mucho que el modo en que se expresan algunos científicos pueda inducir a pensar lo contrario, un modelo matemático o informático es siempre sólo una aproximación a la realidad, dependiente además de la calidad de las hipótesis y los datos de que se alimenta, que eran por fuerza provisionales en los inicios de la pandemia.
La fragmentación y especialización a la que ha llegado la ciencia genera una segunda dificultad: la de alcanzar consensos entre expertos en materias tan diversas como la epidemiología, el funcionamiento del sistema sanitario y las pautas de comportamiento social.
Finalmente, aunque pueda parecer trivial, una dificultad adicional experimentada fue que, a la vez que algunos políticos se esforzaban en adoptar un lenguaje y una mentalidad científica, los asesores científicos se resistían a proponer recomendaciones que sus jefes pudieran considerar como políticamente inviables.
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Resulta tentador, pero a la vez demasiado fácil, achacar dificultades como las apuntadas a limitaciones cognitivas de personajes como Donald Trump o incluso Boris Johnson. Los debates en curso acerca de asuntos como la crisis ambiental o el futuro de la robótica, la inteligencia artificial o las biociencias apuntan más bien a que la gobernanza social de la tecnología sigue siendo una asignatura pendiente. Podemos pensar, por ejemplo, en cómo debatir y gestionar, aún en plena emergencia global por la pandemia, la propuesta del CERN de invertir 21.000 millones de euros, en su mayor parte fondos públicos, en un acelerador de nueva generación para investigar en mayor profundidad el bosón de Higgs.
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Fragilidad de la economía globalizada y otras fragilidades
Cambiemos de dominio. La Covid-19 ha evidenciado también la fragilidad de las relaciones de producción de una economía globalizada, manifestada en el colapso de la cadena de suministros de productos básicos como las mascarillas, el gel hidroalcohólico o los guantes protectores. Una fragilidad que es consecuencia directa de estrategias como la distribución global de la producción y el suministro ‘just-in-time’ con el objetivo de reducir costes. Hay una cierta ironía en constatar que en tanto que la globalización se ha apoyado en una Internet diseñada para ser resiliente en caso de caída de un nodo o de un enlace, la organización global de la producción no haya obedecido al mismo criterio. Una indicación de que, si bien la globalización económica y el desarrollo de la red están relacionadas, son los valores de la primera los determinantes; más que el motor de la globalización, la red es “sólo” (con comillas), una herramienta.
Hay otras muestras de fragilidades desveladas por la Covid-19 cuyo comentario desbordaría la intención y la extensión de este artículo. Algunas de las actividades que el estado de alarma calificó como esenciales, como la asistencia sanitaria o la distribución de alimentos como ejemplos destacados, son analógicas o presenciales en mucha mayor medida que las no esenciales, además de tener un reconocimiento social y laboral menor del que se derivaría de su esencialidad. Lo cual, planteado a la inversa, suscita la tentación de cuestionar la naturaleza esencial de muchas actividades de base digital. A la vez, los colectivos que no tenían oportunidad de teletrabajar han resultado ser los más perjudicados por el confinamiento, lo cual podría también ser objeto de una reflexión a fondo.
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Lentitud, indecisión y falta de medios
También parece obligado resaltar la fragilidad, que quizá sería más oportuno cualificar como disfuncionalidad, en la gobernanza de instituciones en las que se suponía que era razonable confiar. La lentitud de la Unión Europea en acordar respuestas unitarias a la pandemia sería una muestra, como también los conflictos de competencias entre el gobierno central y las autonomías, reflejada en manifestaciones como las batallas por la compra de suministros, el baile de cifras de contagios y la falta de acuerdo en cómo contabilizar y comunicar los fallecimientos por la Covid-19.
En la misma línea, se ha evidenciado que, a pesar de múltiples advertencias y con contadas excepciones como la de Corea, los gobiernos no estaban preparados para la pandemia del coronavirus. Además, muy pocos fueron capaces de reaccionar con decisión ante los primeros síntomas de que ya había entrado en su territorio, como la incidencia de un número de episodios diagnosticados como gripe superior al esperable. No sólo eso. El avance de la pandemia hizo evidente que las inversiones básicas en los sistemas sanitario y de atención social, incluyendo la de los ancianos en residencias, se habían relegado en favor de otras consideradas como más prioritarias. Es de esperar que esta cuestión suscite más pronto que tarde una reflexión y un debate a fondo, cuyo alcance ha de ir mucho más allá de las cuestiones relacionadas con la tecnología.
Así y todo, parece relevante que un personaje como Marc Andreeseen, reputado como inversor de capital riesgo, proponga un realineamiento de las prioridades básicas de inversión industrial y tecnológica hacia la producción de “cosas” tangibles. De forma coherente con la ideología de Silicon Valley, propone que este cambio se lidere desde el sector privado. Pero desafía a la vez a que el sector público demuestre que podría hacerlo mejor. Sería interesante verle debatir sobre todo ello con Mariana Mazzucato.
¿Podemos imaginar una inteligencia artificial que hubiera detectado la inminencia de una pandemia? ¿Se le hubiera hecho caso?
Volveré, para acabar, a una cuestión que planteaba al inicio de este ensayo. ¿Podemos imaginar la existencia de una tecnología de inteligencia artificial lo suficientemente avanzada como para predecir de modo fiable la inminencia de una pandemia como la Covid-19? ¿Y para generar alertas tempranas acerca de los síntomas iniciales de su aparición? Finalmente, ¿qué hubiera sido diferente si esas tecnologías hubieran estado disponibles en Noviembre de 2019? Reconozco mi falta de competencia para responder a las dos primeras cuestiones. Pero me parece razonable suponer que el gobierno de Donald Trump no hubiera sido el único en hacer a las recomendaciones de la inteligencia artificial el mismo caso que a las de la inteligencia natural de su entorno. De hecho, la posibilidad de lo contrario me parecería una inversión de valores preocupante.