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La tentación virtual

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¿Cuando pasen las restricciones volveremos a lo presencial o aceptaremos lo virtual como una parte central de nuestras vidas?

Primavera de 2020. En apenas unas semanas el trabajo, la educación, las relaciones personales, incluso la música… se virtualizaron para mitigar los efectos devastadores del confinamiento. Las pantallas repararon el aislamiento, algunas actividades económicas siguieron funcionando, la educación no se interrumpió del todo, las familias y los amigos pudieron verse las caras, el acceso a charlas y debates públicos se multiplicó, los artistas mantuvieron parte de su público o algunos incluso lo ampliaron. No hay duda. Sin Zoom la catástrofe habría sido peor.

La duda surge cuando nos planteamos qué sucederá después. ¿Cuando pasen las restricciones volveremos a lo presencial o aceptaremos lo virtual como una parte central de nuestras vidas?

En muchos ámbitos lo virtual se consolida. Frases tan recurridas como “el teletrabajo ha venido para quedarse” se han instalado como un dogma. Algunos estudios universitarios se reconfiguran con vistas al futuro para disminuir o eliminar la presencialidad. Ferias, mercados y debates están probando tecnologías inmersivas que emulan la participación sin necesidad de desplazamiento. Grandes productores de cine (Disney) ya han decidido dar preferencia al visionado online. Muchos festivales se plantean mantener la hibridación con el formato virtual…

Un dato: el 85% de los norteamericanos que usan plataformas de videoconferencia creen que continuarán usándolas una vez se levanten los bloqueos. Otro dato: Según una encuesta de McKinsey realizada a 800 ejecutivos de diferentes sectores en todo el mundo, el 38% de los entrevistados cree que sus empleados continuarán trabajando en remoto dos o más días a la semana.

La pandemia nos va acostumbrando a concentrar las relaciones personales, laborales y educativas en pantallas y cuadrículas. Virtualizar la vida nos va pareciendo cada vez más normal.

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Foto: courosa en Visual hunt

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La fatiga de Zoom

La virtualización ofrece muchas comodidades, tal vez imbatibles, pero tiene sus contrapartidas. Tan sólo unas semanas después del inicio de los confinamientos se publicaron diversos artículos que trataban sobre la “fatiga de Zoom”. Nos habíamos sumergido con tanto entusiasmo en las videollamadas que pronto advertimos las consecuencias del exceso.

El teórico de la comunicación Geert Lovink ha publicado uno de los trabajos más completos sobre el tema. Entre otros, Lovink se hace eco de un artículo de la BBC en la que un experto comenta: “Los chats de video nos obligan a trabajar más para procesar señales no verbales como expresiones faciales, el tono de la voz y el lenguaje corporal; prestar más atención a estas señales consume mucha energía. Nuestras mentes se juntan cuando nuestros cuerpos siguen alejados. Esa disonancia es agotadora. No puedes relajarte en la conversación de forma natural.”

Otro entrevistado describe cómo en Zoom “todo el mundo te está mirando; estás en el escenario y surge la presión social y la sensación de que necesitas actuar.’

En otro trabajo, el psicólogo José Ramón Ubieto argumenta que “hemos perdido la opción de los cambios de ritmo que implican los desplazamientos y que aligeran la mente y el cuerpo. Ahora ‘nos reunimos’ en el mismo espacio con amigos, familia o colegas, todo sin salir de casa. La supuesta diversidad se reduce a más de lo mismo. Sin embargo, esos ceremoniales se han reducido a una sola versión, la digital. Y al final resulta que esa repetición de lo mismo nos agota y nos aburre.”

Acomodados en el simulacro

Más allá de la fatiga que provocan, las relaciones virtuales ahondan en el proceso de simulación de la realidad a la que nos hemos abocado desde hace décadas. Simulación entendida como la réplica amable de una realidad, en este caso, sin distancias, sin desplazamientos, sin salir de casa. Sin fricción.

Lluís Anyó, antropólogo de la Blanquerna, advierte sobre el riesgo de  “olvidar que las videoconferencias son un simulacro, donde somos avatares de nosotros mismos. Son una representación, que nos crea la sensación de estar conectados con alguien, pero en el fondo estamos conectados con una pantalla. Y como tal representación nos perdemos muchas cosas, sobre todo la parte física.”

La antropóloga cultural Iveta Hajdakova, dice que “al principio, recrear la experiencia de la oficina a través de videollamadas funcionó. Estábamos imitando la oficina real y fue un desafío divertido en el que todos pudimos participar. Pero cuanto más nos alejamos de la oficina en espacio y tiempo, más olvidamos qué estamos imitando. Estamos creando un simulacro de la oficina. La diferencia entre ambos es que, cuando imitamos, la oficina sigue ahí y nuestros esfuerzos se juzgan por lo cerca que estamos de la realidad. Pero si creamos un simulacro, ya no necesitamos lo real.”

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Acomodarnos en el simulacro resulta muy tentador. Llevamos años de práctica. En los años 60 y 70 del siglo XX se pusieron de moda las flores de poliéster que son idénticas a las de verdad y no se marchitan. En la primera década del siglo XXI incorporamos a nuestras vidas un sucedáneo de la amistad generado por las redes sociales. Las conversaciones de voz que tanto potenció el invento del teléfono ahora se evitan reconvertidas en chats aparentemente menos invasivos.

Lo virtual nos ayuda a evitar las fricciones y las incomodidades de la realidad. Se reduce el contacto con extraños, convertidos por la pandemia en sospechosos. Se elimina lo accidental y lo fortuito. “Los habitantes de la ciudad ya no deambulaban por la calle para elegir un restaurante. Los algoritmos de la aplicación de reparto eligen el restaurante por ti”, dice Margaret O’Mara. La virtualidad nos mantiene en lo conocido, nos permite conservar relaciones existentes pero nos “protege” de los encuentros insospechados y nos aleja la emoción del descubrimiento.

La educación erosionada

Esta erosión de la realidad se hace particularmente aguda en la educación. Las consecuencias del confinamiento para los más pequeños fueron tan evidentes que, durante la segunda ola de la pandemia, en la mayoría de países se ha logrado mantener las escuelas abiertas.

Para ellos, la virtualización no ha resultado admisible ni como sucedáneo temporal. Michel Desmurget,  director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud en Francia, lo resume así:  “lo mejor para el desarrollo de un niño no son pantallas, sino personas y acción. Necesitan palabras, sonrisas, abrazos. Necesitan aburrirse, soñar, jugar, imaginar, correr, tocar, manipular, que les lean cuentos. Mirar el mundo que los rodea, interactuar. En el corazón de estas necesidades, la pantalla es una corriente de hielo que congela el desarrollo” .

Pero los estudios profesionales y superiores no han tenido esa consideración y se han reducido de nuevo a la virtualidad. A los adolescentes se les considera nativos digitales como si esa etiqueta fuera un certificado que les hace apropiados para la vida virtual. Advierte Desmurget que cuando sean adultos los nativos digitales de hoy estarán  “privados de lenguaje, concentración, cultura; de las herramientas fundamentales del pensamiento, se convertirán en una casta subordinada de artistas entusiastas, estupefactos por el entretenimiento tonto y felices con su destino.”

En ese escenario, los profesores luchan por mantener la participación de los estudiantes a través de pantallas, culpabilizados en buena medida por no estar a la altura de la transformación digital que exigen los tiempos.

Tentados por lo virtual corremos el riesgo de cambiar el paradigma y reducir lo presencial a un complemento transitorio de lo virtual en lugar de entender la digitalización como una oportunidad que corrige las carencias de la presencialidad.

Acomodarnos en el simulacro virtual tiene, además, otra “ventaja”. Nos evita afrontar las causas profundas de esa realidad con fricción en la que vivimos: las desigualdades crecientes, la incertidumbre laboral para demasiada gente, los hábitos laborales que rara vez tienen en cuenta las realidades y los ritmos de la vida cotidiana de las personas trabajadoras, la apropiación monopolística de los grandes imperios digitales, la erosión de los bienes comunes y de la democracia, la degradación del planeta… 

El simulacro no evita el colapso, pero nos distrae de él.

Joan Rosés

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